Sunday, September 13, 2015

Tinder y el neoliberalismo sexual


Mi primer recuerdo de red social es del 2003. Tenía trece años y a Tucumán había llegado el furor de los cibers. Ponían uno en cada cuadra (o incluso más si cerca había colegios). A grandes rasgos se podía distinguir dos tipos (según la calidad de las computadoras): los que estaban pensados para juegos en red (Counter Strike sobre todo) y los más cutres, para chatear, o como aquella tarde, para que tres preadolescentes, gracias a la privacidad de cubículos de mdf, se inicien en el maravilloso mundo de la pornografía.

Ese día, mientras se cargaban las tetas, conocí el mIRC. Un programa para chatear con gente solamente basado en un nombre, con la incertidumbre de identidad que eso implicaba (algo ya casi extinto, a pesar de los intentos de MTV por hacerla sobrevivir): “¿Es una mina que está buena o un gordo pervertido?”. La comunicación había cambiado para siempre.

Poco tiempo después se popularizó el MSN, que se salvó de la connotación negativa del mIRC quizás por su asociación con el mail, algo en principio serio, y el chat pasó a ser cosa de todos los días. Tras el (no menor) acontecimiento de los blogs fotográficos (Fotolog, Metroflog, en los que la imagen volvía a ganar la escena por sobre la palabra), apareció el todavía vigente Facebook, revolucionando la idea de amistad. Por entonces, con mucho menos éxito, surgió también Twitter, que recuperó la idea inicial del anonimato, y volvió a priorizar la palabra, pero incluyendo la jerarquización entre usuarios (en base a seguidores), que ya se explicitaba en el fenómeno Cumbio. Pero adelantemos, y vamos finalmente a Tinder: ¿Estamos frente a un cambio radical en la forma en que la gente se conoce o morirá por su connotación negativa, como pasó con mIRC? ¿Aceptarán en algún momento los jóvenes progres que hay una contradicción entre la soltura con la que toman el sexo casual, y la negación a aceptar el triunfo de la efectividad por sobre el romanticismo del encuentro cara a cara?

La acusación peyorativa de “mujer desesperada” parece estar todavía muy presente incluso en las esferas más progresistas de la sociedad. Fácilmente reconocible en la necesidad inmediata de justificar la presencia en Tinder, recurriendo a excusas como “me lo hizo una amiga”, “no sé qué esto”, “me lo hice porque estaba aburrida”, etcétera. Una desconfianza con intenciones feministas sobre el rol de la mujer en la aplicación que pareciera predominar por sobre las ganas de conocer gente. 

Por supuesto, tampoco el hombre escapa a esta sensación, ¿Qué tipo de nuestra generación se sentiría orgulloso de presentar a una novia como “la chica que conoció en Tinder” vs. el capital simbólico de conocer alguien en un cine o en un evento cultural? Lo que lleva al segundo tema interesante: ¿Está Tinder pensado como un sitio donde es posible encontrar pareja o tiene sólo la intención que su iconografía (una llamita roja) sugiere? 

Para pensar esto podríamos preguntarnos sobre la factibilidad de encontrar pareja ¿Hay más chances de saber cómo es alguien según cómo mueve el culo al ritmo de “Dame duro papi, dame duro” (o la canción que fuera, para evitar objeciones) o en los intentos de cominucarse con más que monosílabos por sobre la música fuerte, que en cuatro fotos, un texto y un chat? Podría ser que la respuesta sea: ninguna de las dos. Pero entonces, ¿Cuál es? ¿Debemos restringirnos al grupo de gente que conocemos? Quizás la pareja sea algo aún más inventado de lo que se dice, y no sea necesaria tanta búsqueda, sino simplemente crear algo con alguien que comparta los círculos, a la vieja usanza. Quizás el hecho de que el sexo casual perdiera gravedad, se naturalizara, es justamente lo que mata amistades y genera una gula ególatra, porque está siempre la tensión, siempre la posibilidad sexual (incluso en situaciones de pareja, que, hoy sabemos, tienen fecha de vencimiento). O quizás, esta sociedad, que se dice más solitaria, es en realidad una consecuencia del libre mercado del amor: las formas de comunicación brindadas por internet nos abrieron las puertas a un mundo en el que pareciera que siempre puede haber una opción más óptima para uno, que una vida con Juanita la del barrio. Y entonces, quizás, teniendo en cuenta todo esto, habría que repensar si vale la pena lo que se pierde en pos de algo que resulta poco grave, pero también poco importante, como es el sexo casual. Habrá que esperar por una aplicación que revalorice el conocer gente, que logre salvarse de la connotación negativa como pasó con MSN, pero que, sobre todo, no juegue con fuego.